Hace meses volví a leer El hombre en el castillo. Creo que la primera vez que la leí tenía unos 17 años y me pareció una novela decepcionante. Quizá en aquella época, ya con unos cuantos libros de Philip K. Dick leídos, eché en falta más desparrame, acción y paranoia. Esta novela era más sobria, quizá más críptica, y sin el gancho que yo necesitaba.
Allá por septiembre y con un largo viaje en autobús por delante, decidí releerla. La edición de Minotauro algo amarillenta llevaba mucho tiempo en la estantería esperando el momento. La había observado un par de veces, pero no me decidía. Al acabar la novela de un tirón, la sensación fue mi distinta a la de quince años antes. Con centenares de lecturas más y más maduro, me transmite mayor calado literario que otras obras y una espesa tristeza.
La premisa en la que los aliados pierden la Segunda Guerra Mundial no resulta novedosa. Estados Unidos es dividida en tres zonas y la novela se detiene en la vida de ciudadanos que intentan salir adelante en ese contexto. Aunque haya por medio muchos de los hilos habituales en Dick –como el Libro de los Cambios que indica que en realidad ganaron la guerra, la continua sensación de extrañeza o el estado liquidando la libertad individual-, esta es una novela de perdedores. Todos los personajes son seres amargados que intentan malvivir y salir adelante con proyectos infructuosos, sabedores de de que la suerte juega, y jugará, en su contra.
Es una novela extraña, a pesar del punto de partida, en general parece que la vida de los protagonistas sería similar si hubiesen ganado la guerra. Nazis y japoneses aparecen de fondo: censuran, intimidan, coartan libertades… Pero no mucho más que algunos gobiernos estadounidenses. Philip K. Dick no se recrea en monstruos, más bien habla de un poder absoluto que aplasta a los individuos, lo que vino a ser un rasgo habitual en su obra y paranoica vida. Durante la narración se permite incluir sentencias en boca o pensamientos de sus protagonistas. En la parte final, cuando hace medio libro hemos entendido que no habrá una redención para ellos, Dick da la clave de la historia:
No era sorprendente que el señor Tagomi no resistiera. El terrible dilema de nuestras vidas, se dijo Wegener. Cualquier cosa que pase será siempre de una espantosa malignidad. ¿Por qué luchar entonces? ¿Cómo elegir si no hay alternativa? (p.257)
Quizá por eso me gustó tan poco la novela con 17 años, me parece la obra de una persona rendida. Al fecharla, me sorprende que la escribiese en 1962, al principio de su carrera como novelista, cuando todavía faltaban quince años para Una mirada en la oscuridad o diecinueve para Valis, y con un par de decenas de novelas posteriores que, sinceramente, muchas son menores, de menos calado y estilo deficiente.
(Entrada publicada el 22/12/2014 en mi anterior blog)