Deadpool, la transgresión moderada

El horizonte de expectativas puede ser un arma muy traicionera. En una época en la que los tráilers ya desvelan media historia y te someten al tono narrativo de la obra, vender una película como transgresora en el marco tan limitado de Marvel puede llevar a equívocos. Si encima se suma la maquinaria publicitaria y el aficionado más acérrimo, el que impone que una película va a ser maravillosa desde meses antes sin cautela alguna, el efecto rebote en el horizonte de expectativas puede ser enorme.

El caso es que han rodado Deadpool (Tim Miller, 2016), adaptación cinematográfica del superhéroe conocido en nuestro país como Masacre. Una supuesta gamberrada en la línea de Wanted o Kick-Ass, pero que se califica como muy original. En fin, más que analizar la película y enumerar los detalles que no me convencen, me detendré en algunos puntos que me han llamado la atención.

La supuesta transgresión de la que hace gala y que tanto se ha vendido es tan moderada que resulta inexistente. Culos, insultos y peinetas no son nada nuevo ni arriesgado en una época en la que directores como Takashi Miike, por poner un ejemplo, han sobrepasado límites muchos más lejanos y son mundialmente conocidos. Es más, la misma industria estadounidense ya lo lleva años haciendo. El mayor mérito de la película en lo que respecta al gamberrismo está en lo bien que han llevado la campaña de marketing y cómo han puesto en su favor a todos los aficionados al género.

La supuesta amoralidad del personaje también resulta muy discutible. Por muy macarra y divertido que resulte en algunos momentos, todo lo que rodea su relación amorosa resulta pasteloso, ñoño y plano hasta el ridículo. El momento de seguir a su amada mientras compra fruta, los recuerdos que le vienen de ella en ese largo interludio de transformación en mutante que rompe el ritmo de la película, el anarquismo –usado en su acepción denigrante- del personaje cae tras la petición de matrimonio. Para más inri, se suma la arquetípica situación de mujer desvalida secuestrada por el malvado y la que el héroe debe salvar.

Como prueba del (pos)manierismo de la película, está el tema de echar abajo la cuarta pared. Hábito que no resulta extraño en el cine estadonidense desde que David Fincher lo revitalizara con El club de la lucha. El constante interrumpir de la acción para hablar a cámara y dirigirse al espectador, no a un subconsciente o personaje abstracto, sino al espectador de películas de superhéroes, para reclamar su atención y decir “eh, mira lo que hago”, no deja de ser excesivo. Incluso el protagonista llega a mover la cámara para que no se vea un momento violento.

Este abuso manierista es sintomático de la sequía creativa en el género cinematográfico de superhéroes. A partir de aquí suelen quedar pocas opciones: un viraje absoluto o la lenta decadencia. Ya se vio en las sagas de terror de los 80 y las películas de acción de los 90. El cambio hacia el humor, mezclar personajes, llevar hasta un exceso absoluto la narración, la autoconsciencia y, luego, darse cuenta años después de que solo recordamos las primeras obras, las que son más interesantes.

En fin, se puede encontrar por la red un calendario de Marvel con las películas y series que estrenarán los próximos años. Quizá dure todo lo que esperan o quizá no. Pero tantas películas con una duración tan larga como las de El Capitan América o Los Vengadores a mí me resultan poco atractivas una vez vista la sequía de ideas. Igual que la prometida Deadpool 2, que no sé qué piensa vender, pero de la que oiremos maravillas meses antes de estrenarse.

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