El francotirador, de Clint Eastwood

David Foster Wallace habló en distintas ocasiones de algunos de los escritores de la generación anterior como esos hombres blancos narcisistas. Norman Mailer o Ernest Hemingway lo fueron: hombres blancos, amantes de las armas, duros, contrarios a mostrar el corazón más que bajo su control y ambiciosos en sus trabajos. Clint Eastwood, con 86 años, entraría dentro de esa definición y se le puede considerar el último miembro de esa generación en el cine. Nadie duda de la calidad, virilidad y patriotismo del gran director que en esta ocasión, vuelve a afrontar la historia reciente de su país y, otra vez sin aparecer ante la cámara, dirige la discutida El francotirador.

Mucho se ha hablado de la película desde su estreno estadounidense y no son pocos los motivos. Una polémica azotada por personajes como Michael Moore o Sarah Palin, que ha ido acompañando a la obra en todos los países.

Basar la película en una persona real obliga a ceñirse a su vida y leyenda. Es un complicado camino en el que Eastwood decide mostrar las turbulencias personales del personaje, pero sin dudar al ensalzarlo como el héroe de guerra que fue: el francotirador con más enemigos abatidos de la historia estadounidense. La polémica nace de dos aspectos: lo hierático del personaje en los aspectos morales y el pecado de la omisión hacia el enemigo. El debate sobre la inocencia del enemigo se solventa en tres escasos minutos con un niño, bomba en mano, bajo la mira del francotirador. El otro aspecto, la omisión del iraquí –o árabe en general- inocente. Todo iraquí es enemigo, incluso cuando no aparenta serlo, y paga por ello. Pero Eastwood sabía a lo que se exponía, aquí no traza fábulas sobre la política internacional estadounidense, como en Gran Torino; sino que se mete de lleno en ella.

El siglo XXI es una época de pérdida de referentes morales. El tejano ignorante que es el personaje interpretado por Bradley Cooper no escucha ni desea saber más allá de lo que ocurre en su corral/país. La escala de mando se aplica a la vida e incluso su mujer se convierte en una piedra más a evitar. La elección del casting no aclara las dudas que podrían surgir de los personajes: son seres grises y mudos en emociones. La distancia entre la adicción a la guerra y el estrés postraumático se diluye en la falta de empatía que ofrece Bradley Cooper. Desgraciadamente para el espectador, Bradley Cooper no es John Wayne, sus ojos no hablan más que los nudillos rojos de tanto apretar los puños.

Pero alejándonos de todo el barrizal ideológico y centrados en la obra más allá de sus ideas, nos encontramos en una estructura teatral de cinco actos: cinco viajes al infierno. La película decide jugar a los roles héroe/antihéroe con dos francotiradores, estadounidense y sirio. Muestra un enemigo etéreo que nuestro protagonista no conoce pero sabe de su existencia. En ningún momento lo ve más allá de unos vídeos lejanos. ¿Qué son estos francotiradores sino faros para sus compañeros? El sirio carece de estructura militar a su alrededor quitando contados espías amigos; el estadounidense observa a sus compañeros desde los cielos y en las pocas ocasiones que baja a la lucha a cuerpo no es admitido como uno más, sino admirado como ídolo. Ambos extranjeros han acabado en Irak, un país ajeno, sustentando sus creencias como antiguos caballeros medievales. Este espejo tan literario y absurdo de los conflictos bélicos (si yo fuese tú intentaría matarme a mí) no es del todo aprovechado por un director más inspirado en la recreación de aspectos bélicos que en los personajes que le gritan protagonismo. Casi han pasado 30 años desde El sargento de hierro y aquí Eastwood prefiere centrarse en la guerra moderna, actualizar la bélica mirada que le acompaña desde sus primeros westerns.

Comprobar la filmografía de Clint Eastwood es observar una lenta decadencia. La solidez narrativa desmerece la traslación de unos proyectos cada vez menos interesantes y la taquilla no ha acompañado en demasía sus últimas películas: Invictus, Más allá de la vida, J. Edgar o Jersey Boys no son las obras que los seguidores del Eastwood más brillante esperamos impacientes.

Gustave Flaubert decía que hay que aprender a admirar aquello que no se ama. La pregunta está en qué nos puede ofrecer El Francotirador, y un servidor no encuentra nada que no digan decenas de películas cada año. Esta película pronto acabara empujada al baúl de las sobremesas de los domingos, y eso es muy poco para lo que nos ha regalado un director de tal calidad.

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