El navío Vasa, su museo y la guerra contra el olvido

Museo Vasas

Recupero este texto que se publicó en Laúdano en 2017.


El Vasa fue la gran apuesta del rey Gustavo II Adolfo de Suecia en su proyecto por dominar los mares. La botadura se realizó en el puerto de Estocolmo, con los ciudadanos en la orilla para observar cómo navegaba el mayor barco de guerra sueco construido. Cargado de marineros, pronto se delató un fallo de estructura y el viento comenzó a sacudirlo con violencia, hasta que, ante miles de ojos, volcó y se hundió en medio del lago con solo trescientos metros recorridos. El número de muertos fue elevado, la gran mayoría de ellos tenían a sus familiares en la orilla. ¿Cuánto duró el trauma de la ciudad? ¿Una generación, dos? Todos podían señalar un punto concreto y saber que ahí abajo, hundido, estaba el enorme barco, pudriéndose con lentitud. Si las personas estamos condenadas a la desaparición casi inmediata de la memoria, los materiales resisten al tiempo mejor que nuestra verdad corpórea y su esencia. De todas formas, fue olvidándose con el paso de las décadas. Como si fuese una verdad que todos conocían pero que carecía de interés, la rutina carcomió el recuerdo hasta transformarlo en indiferencia. Las muertes pronto se completaron con el fallecimiento de cualquier familiar que pudiera recordarles. Umberto Eco escribió que lo efímero es el primer síntoma de la cultura de masas y el inútil Vasa fue el juguete más bello y fugaz que vieron aquellos holmienses. El caso, claro está, es que el barco se olvidó: su existencia y su improvisada labor de cementerio. Las estructuras se cubrieron de vegetación y tierra. La profundidad acabó con todo. Mientras la ciudad se enriquecía de progreso con el paso del tiempo, algún inquieto trataba de localizar el barco que según los libros se había hundido allí pero del que era complicado delimitar realidad y leyenda. Siglos después la persistencia y la curiosidad lo reencontraron en 1956. El código de lectura había cambiado y el navío esplendoroso del recuerdo pasó a ser una antigüedad enorme. Aquel baúl de tesoros eran maderas del tamaño de grúas. La sangre de los que trabajaron por sacarlo a la superficie contenía un rastro de ADN de sus antepasados, característica ajena a la memoria. ¿Cuál es el fin de todo este juego? La conservación como tesoro nacional en un museo para que turistas como yo, como nosotros, vayamos a verlo y pensemos en que todos perecemos y que el museo huele a mar, que la luz del sol ataca los carcomidos materiales, que una cinta de veinte minutos repetida ininterrumpidamente en distintos idiomas nos dará el conocimiento impostado sobre lo que significó todo aquello mientras que la realidad, la auténtica, se perdió. No fue en una tribu a la que miraremos con la superioridad que nos contamina en la educación, fue en ese mismo Estocolmo que, como toda ciudad, muta de una generación a otra y vomita algo de su memoria a los que le siguen, quienes siempre tratarán de huir, desaparecer, olvidar el conocimiento que se transforma en superstición. El Vasa es todo eso, un escombro, pero material más sólido que las burbujas de órganos que somos, más resistente que las historias transmitidas -tal vez lo único sincero que tenemos los humanos-, y, aun así, decadente, perecedero y en imparable dirección hacia la nada desde su construcción.

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