Dos amigos (2/2)

dos amigos

Continúa el relato que comenzó aquí.


No volvió a tener noticias de ellos hasta ocho meses después de la boda, cuando ya había conseguido olvidarse del tema. Recibió una carta en cuyo remite aparecía la dirección de Mariano y Susana. La abrió en el ascensor y comprobó que era un folio escrito por ambas caras. Supuso que solo podían ser malas noticias y esperó hasta que se hubo cambiado de ropa y acomodado en el sofá para leerla.

Hola, Víctor.

¿Cómo estáis? Espero que os vaya bien y que tu proyecto cinematográfico esté prosperando tal como esperabas. Soy consciente de que no logré transmitiros la inmensa alegría que me supuso conoceros. Mariano me había hablado tantas cosas buenas de ti que ansiaba poder coincidir y compartir alguna velada los cuatro juntos. Supongo que vuestra relación estaba algo fría por el paso de los años y que la invitación a la boda debió resultar una gran sorpresa, pero no podía permitir que no vinieseis. Mariano siempre ha sido una persona con grandes sentimientos de culpa y tuve que empujarle para que os invitase. No quiero que te tomes esto como algo negativo, él deseaba verte, pero no se atrevía y temía una negativa por tu parte. Por eso me alegro tantísimo de que asistieseis a nuestra boda. Puede que Mariano no te lo dijese, pero significó mucho para él.

Te preguntarás adónde quiero llegar y siento decir que esta carta es portadora de malas noticias. Muy malas.

Tras la boda Mariano empezó a sufrir ataques de ansiedad que pronto se convirtieron en crisis de pánico, pesadillas y repuntes en la esquizofrenia. Era consciente de que podía suceder, ya conocía su historial médico, pero nos pilló por sorpresa el cambio tan repentino que sufrió. Tuve miedo de que se suicidase y tras hablarlo con los médicos y su madre decidimos internarlo en un centro. Fue dos meses después de la ceremonia. Empezó varios tratamientos, pero ninguno consiguió resultados satisfactorios y tuvieron que inmovilizarlo en la cama con correas. Fui todos los días a darle la comida. Quería hacerlo, sentía que era mi deber como esposa. Me dijeron que intentó atacar a una enfermera que fue a cambiarlo, pero no sé, tengo mis dudas.

Estuvo cuatro meses internado hasta que se reunieron conmigo y me informaron de que no creían poder curarlo. Al contrario, parecía empeorar y me dijeron que sufriría cada día más. Entre las opciones que ofrecieron nos decidimos por el tratamiento con electroshock.

Ha perdido facultades mentales, pero sigue siendo él y vive conmigo. Hay cosas que no puede hacer, pero ya no sufre. Créeme si te digo que cada noche pienso que ha sido lo mejor para todos. Está tranquilo y parece más feliz.

Quería contarte lo ocurrido antes de decirte que quiere verte. Me ha insistido varias veces y lo he oído repetir tu nombre.

No quiero que te lo tomes como una obligación ni que te sientas mal, pero me gustaría que vinieses de visita alguna vez y pudieseis charlar. La verdad es que no sé qué te quiere decir, pero parece importante para él.

Espero poder verte.

Un beso,

Susana.

Cuando su mujer acabó de leer la carta tuvo que sonarse la nariz, como hacía siempre al entristecer.

Pobre hombre, pobre mujer.

Sí. —Víctor recordaba aquella noche en la que Mariano le habló del hombre que veía. No mentía. Deseaba romper aquella carta. Según la leyó su mujer se arrepintió de no haberla tirado antes de que llegase. No les debía nada, ni a Mariano ni a Susana. Tenían sus propias vidas y no era partícipe ni responsable de ellas. ¿Por qué lo molestaban? No llegaba a comprenderlo, pero los ojos de su mujer ya tenían aquella profundidad, su labio inferior se escondía entre los dientes y le rogaba:

Tienes que ir a verlo.

Quiso explicarle lo que rondaba su cabeza, pero sabía que no lograría hacerse entender sin llegar a parecer mala persona. Trató de esquivarlo mintiendo.

Tengo miedo, cariño, no quiero enfrentarme a la situación. Allí no pinto nada.

Tienes que ir, al menos una vez, te lo está suplicando. Debe ser importante.

No quiero ir.

Pero debes hacerlo.

Suspiró y se rindió, iría al día siguiente. Cuanto antes mejor, pero sería la última vez, la definitiva. No querría saber más de ellos ni iría a su entierro en caso de ocurrir lo peor. Aquella vuelta a la antigua amistad se había transformado en una carga innecesaria. Él, que no tenía apenas amigos y evitaba los eventos sociales, estaba atrapado en una pinza emocional de la que no veía forma de escapar.

Apenas durmió pensando en lo que se encontraría. Dudó si lo vería con la saliva cayéndole por la barbilla al hablar, o en silla de ruedas. No sufría y estaba mejor, lo decía la carta, así que al menos no debía haberse convertido en un vegetal. Se acordó de su tía, que murió después de su décimo cumpleaños. Tenía un problema mental y la recordaba extremadamente pesada. Odiaba estar con ella, siempre le tocaba la cabeza, hacía muchas preguntas y se reía sin separar los dientes. Esperaba que no se hubiese quedado así, pero era la única referencia que tenía y prefería no informarse de los daños cerebrales que ocasionaba el electroshock.

Los pocos sueños que tuvo se convirtieron en pesadillas en las que aparecía Mariano atado a una camilla, con correas de cuero sujetándole la cabeza, un palo de madera entre los dientes y las ventosas dispersas por la cabeza afeitada. Imaginaba lo que sufría con cada descarga eléctrica. Debía de ser terrible, observar a los médicos desde su posición y saber el dolor que vendría, todo lo que se perdería a partir de entonces: sus pensamientos, su pasado, cualquier ambición.

El estómago no quiso admitir el desayuno y marchó a Bilbao en ayunas, pensó en parar en un bar antes de subir a casa de Mariano, pero cuando llegó fue directo al timbre. No quería perder el tiempo. Aunque era pronto, esperaba que estuviesen despiertos.

¿Víctor? —Miró a ambos lados sin ver a nadie—. Arriba.

Ah, sí. Hola. —Susana asomaba por la ventana.

Toma las llaves. —Las dejó caer y él fue capaz de cogerlas—. Es la cuadrada.

La cerradura se le resistió hasta que tiró de la puerta hacia él. Arriba lo esperaba Susana, que vestía una camiseta ancha y unos vaqueros cortados a la altura de las rodillas.

¡Qué bien que hayas venido! —le dijo antes de abrazarlo.

Claro, ¿cómo estás?

Bien, bien. Estaba limpiando un poco la casa, me has pillado en plena batalla. No te asustes.

Qué va. No te preocupes.

Pasó adentro, la escoba descansaba apoyada en la puerta de la cocina y se fijó en que Susana tenía el trapo del polvo metido en la parte trasera del pantalón. No vio a Mariano por ningún lado.

Qué pronto has venido, si nos llegas a avisar hubiese preparado una tarta o magdalenas. ¿Quieres café?

Tranquila, me tengo que ir enseguida y ya he desayunado —mintió—. Quería llegar cuanto antes, por si era importante.

Ella pareció disgustarse por el aviso de su pronta marcha, pero hizo un esfuerzo por sonreír:

Lo importante es que hayas venido.

¿Está en casa?

Sí, tumbado en la cama.

¿Duerme?

No, no, que va. Se ha despertado hace una hora, pero parece que le apetecía quedarse en la cama. A veces no se levanta hasta mediodía.

¿Qué tal está? Leí en la carta todo el proceso. Ha debido de ser muy duro.

Sí, mucho —contestó sin dejar de sonreír—, pero hemos encontrado una solución. Visto el punto al que llegamos no es lo peor que podía haber ocurrido. Está ido, a veces es muy confuso hablarle, pero qué quieres que te diga, ahora está mejor.

Lo siento mucho.

No te preocupes. ¿Por qué no pasas a verlo? —Señaló la habitación— ¿Seguro que no quieres un café?

No, gracias.

Se alegró de llevar vaqueros anchos que ocultaban el temblor de sus rodillas. Anduvo con lentitud y empujó la puerta. Mariano estaba tumbado sobre la cama, vestido con chándal y mirando al techo. Por la ventana abierta entraba el viento otoñal.

Mariano giró la cabeza hacia él y sonrió levemente:

Bien, viniste.

Víctor asintió.

Claro.

Avanzó inseguro. Mariano no realizó amago de moverse de la cama, así que tocó su estrecho tobillo como saludo y se sentó en la silla que había junto a la ventana.

¿Qué tal estás? —le preguntó.

Muy bien. Estoy descansando, hoy me he despertado muy cansado.

¿Y eso? ¿Hiciste algo ayer?

No, no sé por qué estoy así.

Me ha dicho Susana que querías hablar conmigo.

Sí, Susana… Qué guapa es —Su voz era la de siempre, pero parecía más apagada, bien podía estar hablando para sí mismo—. Quería contarte lo que vi.

¿A mí? ¿Por qué?

No lo sé, quería contártelo a ti. Pensaste que te mentía la otra vez y… —Sus palabras parecieron diluirse.

¿Y?

Haces cine, puede que te interese.

No sé… No sé de qué me estás hablando. ¿Qué puede interesarme?

Empecé a ver reflejos en los cristales, a imaginar las calles llenas de gente. Me miraba en el espejo y me veía canoso, con los dientes podridos, alguien muy macabro. Sentía que la cabeza se me rompía por dentro y me dolía. Creía que Susana me arrancaba tiras de piel por la noche. De un día a otro empecé a sentir que todo iba mal. Durante el día deliraba y a la noche tenía pesadillas.

Joder.

Sí, valoré el meterme de nuevo, que así me calmaría. Otras veces me funcionó, aunque no recuerdo si estuve tan mal como en ese momento.

¿Lo hiciste?

No. Se lo dije a Susana, se lo conté todo. Ella sí me creyó. —Lo dijo sin reproche alguno—. Me acompañó a los médicos y no me dejó solo ni un segundo. Su familia también se portó bien. Me he sentido humillado, inválido. He llorado mucho.

Víctor no sabía qué decir.

Lo siento mucho.

Me hospitalizaron, temían que me suicidase —continuó—. No sin motivo, a veces no aguantaba más. No podía verme en un espejo por puro pánico.

En serio, ¿por qué me cuentas todo esto? —preguntó Víctor, mordiéndose el labio para no llorar. En cambio, Mariano proseguía con su tono de voz neutro, lo que lo horrorizaba más todavía.

Porque lo tienes que saber, porque me abandonaste cuando más lo necesitaba y estuve solo durante años. Te fuiste, dejaste de preocuparte cuando encontraste a alguien. Para mí siempre fuiste un sustento, un amigo, y al final no eras nada.

Es demasiado tarde para que me digas esto —afirmó Víctor, perplejo. No esperaba aquellos reproches y le parecieron injustos.

No es demasiado tarde, nunca lo es. Seguimos siendo los mismos, los años no nos cambian. No es culpa tuya que yo esté así. Pero sé que no volveré a verte, en la boda me di cuenta de que no soy nada para ti.

Entonces dime lo que me tengas que decir.

Sabía lo que pasaría si me sometían al electroshock —continuó—. No me dolió. Había una especie de placa metálica en el techo. Cuando me tumbé vi mi propio reflejo. El real. No estaba aquella alucinación —dijo sin esclarecer a qué se refería—. Sería por el miedo, pero no vi que me colocasen ventosas ni electrodos. El médico cogió un martillo afilado y golpeó mi cabeza, derramando hacia dentro las paredes de piel y hueso, creando huecos y trozos de oscuridad. Una y otra vez, una y otra vez. Pum, pum, pum. No me dolía, no sentía nada. Sólo temí que aquella oscuridad fuese completa mientras mi cabeza se desarmaba, desaparecer absorbido en ella.

Se quedaron en silencio, Víctor no sabía si había acabado. Esperó a que volviese a hablar, pero no lo hizo. Pensaba que había dejado la historia a la mitad. Tenía los ojos cerrados y parecía dormir.

Durante el tiempo que estuvo en la habitación Mariano sólo se había movido de cuello para arriba.

Se levantó con cuidado y, tras mirar por última vez aquel cuerpo demacrado, salió de la habitación. Fue al servicio y se agarró al lavabo, necesitaba aferrarse a algo firme. Se lavó la cara y susurró «ya está, ya está».

En el pasillo lo esperaba Susana, parecía más triste que a su llegada. Víctor se preguntó si había escuchado la conversación o si era evidente que había llorado en el baño.

¿Ya habéis acabado?

Sí, parece que se ha dormido. —No podía ocultar el tono apesadumbrado.

A veces le pasa en mitad de las conversaciones. No se lo tomes en cuenta.

No te preocupes, ya me ha dicho lo que quería.

¿Era importante?

Creo que para él lo era.

Supongo.

Víctor sintió deseos de que Susana se fuese con él, de robarle a Mariano lo único bello de su vida.

¿Seguro que estáis bien aquí los dos solos? —preguntó. Vivir así en aquel pequeño piso debía de ser asfixiante.

Sí, por ahora estamos bien, veremos cuando llegue.

¿Quién? —preguntó.

¿No se me nota?

Víctor la miró, había estado tan preocupado con Mariano que no se había dado cuenta de la curva que se le dibujaba bajo la ropa.

¡Hala! —exclamó con verdadera sorpresa—. Ni me había fijado, ya puedes perdonarme.

No te preocupes, así me siento más delgada. Casi te lo agradezco —afirmó—. Va a ser niño.

Qué bien, felicidades.

Lo llamaremos Víctor. —Se quedaron en silencio. Si un terremoto hubiese derribado aquel edificio no le habría importado lo más mínimo. Era incapaz de comprender o reaccionar. —Mariano ha querido que sea así.

Estoy sorprendido, no sé qué decir.

Entonces no digas nada.

Aunque la autovía no presentaba la densidad de tráfico habitual, Víctor conducía nervioso. Tras dejar atrás varias poblaciones supo que no podría conducir más con aquellos pensamientos golpeándole. No sabía por qué se sentía tan derrotado. ¿Acaso el llamar Víctor a su hijo era una venganza? Todo había sido una mala idea, una pesadilla, no comprendía el sentido de todo aquello. No le diría a su mujer lo del hijo ni la conversación. Aquel era el momento en el que entraría la primera mentira en su matrimonio.

Salió a un área de servicio. Paró el vehículo y quitó el noticiario de la radio. Contó hasta diez, decidido a olvidar para siempre: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve… diez. Suspiró y arrancó de nuevo, dispuesto a volver a casa. A un lugar seguro.

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