El silencio, de Don DeLillo

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—No pasó nada. Fue inesperado. El primer día todo dejó de funcionar: teléfonos, electricidad… Todo se apagó. Nos dijeron que teníamos que irnos, solo hasta que todo volviera a la normalidad. Pero jamás volvió esa normalidad.

(Terminator: Destino oscuro, 2019)


El fin del mundo ya era un cliché antes de que llegase a nosotros el último amago en marzo del año pasado. No resulta nada nuevo y lo hemos visitado en distintas ficciones, sea en el ámbito cinematográfico desde la bomba atómica o en la literatura a golpe de pandemia, invasión alienígena o la famosa frase Albert Einstein: «No sé con qué armas se peleará la tercera guerra mundial, pero la cuarta será con palos y piedras». A pesar de la cercanía de un colapso climático que llama a nuestras puertas, el fin de la sociedad que más cercano nos parece nace de la sofisticación a la que hemos llegado para mantener nuestro modo de vida.

Don DeLillo toca este y otros tantos temas en su breve novela El silencio. No podría decir que profundiza porque la corta extensión no da para más. Al igual que pudimos observar en las últimas obras de Philip Roth, lo breve empieza a imponerse y prefiere mostrarse con unos calculados brochazos que dando definición al paisaje. El silencio se reduce a 110 páginas con letra grande y bien podría calificarse como novela corta. Además, poca discusión cabe de que también es ciencia ficción.

La premisa parte de que todo se apaga y la tecnología deja de funcionar en las vidas de los protagonistas. Si esta tecnología forma parte de nuestra percepción y ordena el modo en que vemos la realidad, las preguntas que surgen son qué queda de nosotros y cómo será nuestra cognición. En este contexto DeLillo busca la extrañeza y no el sentimiento, el mundo se vuelve más raro y, de un modo difícil de explicar, amputado.

En El silencio Don DeLillo muestra su intencióndesde el primer párrafo: «El hombre tocó el botón y el asiento abandonó su posición vertical. Se encontró a sí mismo contemplando la más cercana de las pantallitas que había justo debajo del compartimento de equipaje, aquellas palabras y números que cambiaban a medida que avanzaba el vuelo. Altitud, temperatura del aire, velocidad, hora de llegada. Quería dormir, pero siguió mirando» (p.13).

O lo que es lo mismo, nos encontramos en un entorno tecnológico (con botón, pantallita y avión), tanto como para explicar nuestra situación exacta en el planeta (altitud, temperatura del aire velocidad, hora de llegada), pero de un modo que interrumpe las funciones y deseos (no dormía a pesar de querer).

Lo que hubiese sido inimaginable hace décadas ahora es una realidad que forma parte de nosotros y extirparla de golpe puede causar grandes daños, o al menos desorientación. El código social ya ha rebautizado al ser humano como un mero dato: «su nombre era su número de asiento». Aunque de vez en cuando hay pequeños ramalazos de libertad, «Solo quiero llegar a casa y mirar una pared vacía», porque, tal como dice poco después DeLillo, «se estaban ahogando en ruido».

Al igual que en la cita de la película Terminator: Destino oscuro, no hace falta vivir una explosión para que llegue el apocalipsis, la dependencia tecnológica puede colapsar con la misma facilidad que se estropea la batería del ordenador portátil. En la novela también se evita cualquier pirotécnica o trauma cuando ocurre en casa de algunos protagonistas, simplemente se dice «Y entonces pasó algo» (p.30). A partir de ese momento llega la desconexión que primero consigue retrotraer a los personajes a vínculos olvidados, «Nos hemos quedado en el pasillo, siendo vecinos por primera vez» (p.37), y después los lleva a un espacio desconocido.

No seguiré extrayendo demasiadas citas para no erosionar posibles lecturas, pero creo que contexto y tono quedan claros. DeLillo siempre ha sido un maestro en planteamientos y exposición y en El silencio se vuelve a demostrar. Esta novela quizá tendría una acogida distinta de manos de otro autor, pero aquí quedará como una obra menor en su bibliografía.

Al escritor no se le pueden achacar escasa capacidad analítica o visión reaccionaria frente a la tecnología. Crítico y certero en la exposición de los cambios, lo encontramos con un tono grave en cuanto al modo en que considera que esta afecta a la sociedad, pero evita situarse en ataques a multinacionales, políticos o el mismo capitalismo, todo forma parte de una inercia complicada de combatir que será desactivada de golpe o no podrá evitarse.

Considero que El silencio es un libro recomendable, pero no satisfará a un gran número de lectores. En su planteamiento se pueden encontrar numerosas claves, pero exige de una lectura muy atenta y quedarse con la intención de cada frase como si de un ensayo se tratase. Tanto es así que evita el esquema de novela habitual para quedarse en lo que podría definirse como novela de tesis.

Además, creo que puede causar rechazo en los que tienden al tecnotriunfalismo, tanto por el mensaje tan evidente, como por la necesidad crítica hacia el entorno y el daño que provoca la tecnología a la que no nos queda más remedio que plegarnos para no ser parias. El mensaje se fija en frases como «No hay más que decir que lo que nos venga a la cabeza, que de todas maneras ninguno de nosotros va a recordar» (p.103). También hace plantearse algunas de las cuestiones que hoy día se manejan con la llamada -por enésima vez- muerte de la novela. No hay tiempo para leer largas novelas o concentrarse en un mundo hiperconectado, se repite hasta la náusea, pero también queda la duda de si esa falta de concentración no es el preludio a la falta de memoria propia. Memorizar lo que ya nos recordará Google es innecesario. Y tampoco podemos olvidar que el pasar de los días ante las pantallas es un calco de un calco cada vez menos definido.

Dicho todo esto, la novela traducida con la calidad habitual de Javier Calvo me ha resultado muy interesante, tanto como para hacer una relectura lápiz en mano meses después. Volver a Don DeLillo siempre es exigente y, por tanto, obligatorio. Pero tras acabar El silencio queda un eco que no sé cómo afrontar en todo lo que se refiere a la desconexión. Yo mismo podría leer en forma de pregunta una frase que nos plantea la gran cuestión de la novela: «Llevo toda la vida queriendo esto sin saberlo» (p.97).

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