El viaje en Existiríamos el mar

existiriamos el mar

Cuando en una entrada anterior describí algunas de las sensaciones que me transmite vivir en Madrid también había en el texto un tema que me es recurrente. Se le puede llamar el viaje, la huida, la mudanza o como se quiera. Igual que muchas personas de mi generación, he vivido en varias ciudades y en ocasiones he tenido la sensación de que desplazarme era un nuevo comienzo o que conllevaba unos efectos más allá de los laborales que lo impulsaban, aunque no siempre fuese así.

Este es uno de los temas que subyacen en el último libro de Belén Gopegui. Existiríamos el mar es una novela muy pegada a la realidad al situarse tras el confinamiento y narrar los devenires de personajes que rondan los 40 años, comparten piso y viven en la continua precariedad. El reflejo generacional vuelve a ser claro y nos es más que conocido.

Belén Gopegui ha vuelto a escribir un gran libro en el que palpita la rebeldía que encontrábamos en Deseo de ser punk, pero de un modo más contenido. En vez de en la cercanía a la explosión, esta se sitúa en los márgenes de la rutina y la revolución que conllevan los gestos, sonrisas, sindicatos y la ayuda desinteresada cuando todo empuja a la mera supervivencia. Sus protagonistas son una tribu que trata de contener todo lo de afuera, hasta que hay un disloque y el miembro más débil se va sin decir adónde: la inquilina que no tiene trabajo.

A partir de ahí se despiertan algunas de las preguntas sobre el viaje y no es casual la referencia que se hace a Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. La novela del chileno nos marcó a muchos y su efecto se puede definir en la frase de otro libro del mismo autor, Los sinsabores del verdadero policía: «Comprendieron que un libro era un laberinto y un desierto. Que lo más importante del mundo era leer y viajar, tal vez la misma cosa, sin detenerse nunca».

Esta es una idea romántica pero que hasta cierto punto ya hemos asumido como imposible en un mundo capitalista. Gopegui parece consciente de ello y lo introduce varias veces en el subtexto, pero también en la bofetada directa de la edad y la constante derrota. “No quiere más Rimbaud, más Ulises Lima ni más cónsul de Bajo el volcán”, comentan con un personaje que finalmente ha decidido ser funcionario y frenar la continua migración. Todo deseo se consume.

En cambio, Jara, el personaje que huye en Existiríamos el mar, busca volver a ser alguien en otro lugar, aunque tomando como base la trampa habitual del trabajo como forma de existir en la sociedad. Desgraciadamente, no nos conduce a demasiadas respuestas más allá de las conocidas en la autora, como la salvación que  concede el otro al comprendernos, o al menos al compartir momentos y simpatías.

Sigue latiendo una trampa en todo esto. Algunas soluciones llegan, pero es mejor no mirar las causas y lo que impulsa el viaje siempre se encuentra presente, y por lo tanto amenazante. El funcionario citado anteriormente decide dormir y vivir una vida calma sin viaje, pero Jara en cualquier momento podría despegar de nuevo, incluso suicidarse, aunque se omita esta amenaza que se mantiene latente.

Trato de desvelar poco del libro, pero debo recomendar su lectura por la proximidad y sinceridad en lo narrado, que no se suele encontrar de un modo tan directo, además de la espléndida prosa. Eso sí, confieso que hay muchos aspectos que me han dolido como hacía mucho que no conseguía ningún libro al observar mi reflejo en pensamientos, referencias culturales y situaciones vitales.

También apunto que lo terminé con la sensación de que nos falta esa pieza que sirva para vencer más guerras y no solo las pequeñas batallas. Porque, como dicen en la novela, “Crees que estás triste, crees que nada te hará reír, crees que tienes algo mal que te impide sumarte a la pequeña fiesta de la vida diaria y sin embargo es solo que se han ido acumulando los días y los años de levantar piedras, y hay tantas clases de piedras. Cómo no vas a pensar en la revolución”.

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