Madrid y el desarraigo cultural

cine madrid

Al viajar a otros países he tenido una sensación que me ha llegado en varias ocasiones y que identifico con estar lejos de casa. Ha anochecido, hace algo de frío, normalmente acompañado de viento y humedad, y noto que nadie me conoce a mi alrededor, que estoy bien lejos. Ese frío es particular porque alcanza mi estado anímico y me sacude con pena y ligera liberación. Creo que he sentido eso en Alemania, Italia, Suecia, Holanda… En cierto modo sé que estoy programado para identificar ese momento con la distancia.

Mi problema es que me sigue ocurriendo en Madrid a pesar de llevar más de cinco años aquí, conocer gente y trabajar en la ciudad. En ocasiones el frío llega volviendo a casa tras un paseo, al tomar una cerveza nocturna, las tardes de domingo o corriendo cuando ha oscurecido. Me da por pensar sobre si la sensación ya forma parte de mí y por qué me pasa en esta ciudad. No sé si me acompañaría en caso de volver a Bilbao o Granada.

Este frío aparece en momento puntuales y se suele ir con rapidez, pero me volvió el otro día charlando con unos amigos y puede que tenga algo que ver con el tema de conversación. Hablábamos sobre la cultura en Madrid y cómo al vivir en otras ciudades eran habituales los viajes para ver un museo de la capital, pero el trasladarse aquí no vino acompañado de la esperada explosión cultural. Es cierto que sí hay más para ver y que se intenta aprovechar, pero no tengo la impresión de que haya cumplido las expectativas.

Poco después, mi amigo comentó que había estado en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Entonces recordé mis largas sesiones en el Fant o el Zinebi, esas semanas en las que dedicaba las tardes a ver una sesión tras otra de películas y cortometrajes. Muchos años lo hice acompañado, pero otros tantos también fui solo. Me vino a la cabeza que gran parte de mi infancia la recuerdo en las colas de entrada a los Cines Ideales las tardes de los sábados junto a amigos. También la espera de más de media hora en la sala antes de que comenzase la primera sesión, incluso el llegar pronto siendo más mayor para aprovechar el rato anterior a la película leyendo una revista, la del mismo cine u otra que llevase yo.

Algo en todo aquello que me hacía sentir en comunidad con quienes compartía sala o la gente de los festivales, el quedar y charlar antes o después gracias a los tiempos muertos. Para mí era una tradición, supongo que ahora se definirá como ritual tras el último libro de Byung-Chul Han.

En Madrid ha desaparecido todo esto. Siempre voy a las películas en versión original y ni siquiera en algo tan minoritario como puede resultar eso en ocasiones hay tiempos para situarse. Se suman el metro o paseo por una ciudad ruidosa, la cola para comprar la entrada, esperar incómodo a que salgan los de la sesión anterior para entrar en un asiento que parece una cama caliente y ser desalojado después con rapidez. Supongo que esto se hace para aprovechar al máximo la rentabilidad de las salas en un país que aprieta a la cultura de forma inmisericorde, pero al final se consigue que ir al cine sea algo incómodo.

No quiero que se entienda lo que comento como una visión idealizada de tiempos pasados en contraste con un mundo que se pierde, pero últimamente pienso mucho en esos momentos y la sensación que acompaña a vivir en Madrid: la desprotección sanitaria, la suciedad creciente de las calles, la incomodidad, la contaminación y las prisas. Supongo que vivir en una ciudad de este estilo arrasa con todo con lo que uno ansía encontrar.

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