El último baile, o el discurso de Jordan bajo el estilo de Netflix

michael jordan

No existe un héroe puro, basta con pensar en cualquier personaje famoso para encontrar sus puntos oscuros. Solo admiramos a aquellas personas en las que podemos reflejar nuestros deseos y lo normal es que sus imperfecciones destaquen más cuando hablamos de ellas, sobre todo si no compartimos algún aspecto de su mentalidad. Pero más allá de este apunte, con El último baile ha ocurrido algo que en cierto modo resulta excepcional: ver un largo documental laudatorio y que el protagonista caiga peor que antes de conocerlo con tanto detalle. Algo similar ocurre con Bill Gates bajo la lupa, pero quizá ahí la serie documental se centra más en una acción sin épica y Gates, o sus asesores, aferran más la narración para evitar la torpeza y los puntos de fuga que encontramos aquí.

No creo que merezca la pena dedicar muchas palabras a lo evidente sobre Jordan y la excusatio non petita sobre que más allá de toda opinión está el que fuese un genio en la cancha o sus logros deportivos. Pero en realidad la serie no trata de eso, sino que existen dos temas principales: el secundario es el que da título al documental, esa última temporada del equipo único que formaron los Chicago Bulls entrenados por Phil Jackson con Jordan, Pippen y Rodman; pero el principal eje de El último baile es la figura de Michael Jordan y su punto de vista, en ocasiones revisionista. Sus testimonios y los de otros jugadores o personalidades ocupan más que las imágenes de archivo, y no ocurre porque no haya cientos de partidos a disposición de los realizadores, sino porque existe más interés en la figura que en el pasado.

La imposición narrativa de Jordan es un importante lastre para el documental que se centra en un personaje mucho menos interesante que sus escuderos Pippen o Rodman. Dos personas, que no personajes, ni siquiera Rodman, con un recorrido vital más fascinante que el de Jordan, hijo de familia acomodada cuyo don para el baloncesto eclipsó lo demás. La vida de Dennis Rodman ha dado para otros documentales, pero Scottie Pippen, su salida de la miseria, los problemas para mantener a sus numerosos hermanos y las necesidades vitales que dinamitaron parte de su carrera podrían formar su propia narrativa en la que bien merecería la pena detenerse.

Porque el camino de Pippen es el contrario al de Jordan, a pesar de su innegable ego resulta un personaje que genera más simpatía que al inicio del documental. En sus palabras existe una verdad, una justificación y la capacidad para admitir errores. En Jordan no se ve esa faceta, no se retracta de sus actos. Los márgenes del documental muestran a un tirano que en su época más musculada agredió a Steve Kerr, un compañero que insultaba y hacía mobbing a Scott Burrell, un líder que presionaba más allá de lo que se admitiría en cualquier trabajo, pero todo esto no se cuenta así porque la política del líder impregna el documental hasta lo aburrido. El macho alfa, el jefe, el rey al que no se le piden cuentas. Así lo encontramos en cada uno de sus testimonios, recubierto de elementos poco sutiles que van más allá de la postura, como el puro o la copa de licor. El atrezo está a cada momento y casi consigue eliminar la versión de adicto a las apuestas que, cuando no es sujeto de la ira competitiva, solo parece un ser vacío que trata de justificar cualquier acción pasada. Es admirable su capacidad para gesticular una sonrisa o gesto amable que seguramente le han valido para compensar esos puntos oscuros.

Punto aparte se encuentra el estilo de Netflix a la hora de contar la historia, así como el algoritmo que impone mandar estímulos al espectador cada pocos minutos mediante la creación de micronarrativas. Cada momento de la carrera de Jordan se muestra como si fuese una historia cerrada con su propia estructura: reto, conflicto, combate y victoria. Ese esquema se repite hasta la extenuación. El reto es un enfrentamiento deportivo, el conflicto una mala mirada, que alguien no le salude o una frase que él mismo admite inventarse, a partir de ahí se narra una motivación para ganar el combate y el modo en que lo consigue. Porque, a pesar del evidente don para el baloncesto, lo importante es impregnar el documental del mensaje de autosuperación. No se puede dudar del trabajo de Jordan, pero vandalizar esa capacidad bajo un discurso similar es algo ridículo. En España tuvimos a Juan Carlos Navarro, un jugador con un don innato para el baloncesto que también demuestra cómo existe algo inasible, difícil de explicar, pero que está en algunos jugadores, por mucho que nos guste enmascararlo bajo un halo de mayor trabajo que el del resto de competidores.

El estilo es política y la fórmula algoritmo, bajo esa premisa con la que se bombardea al espectador nos encontramos con casi un centenar de micronarrativas que cuentan ese mensaje. Y la única vez en que se castiga esa actitud de motivación y ganar a cualquier precio es con el declarado enemigo de Jordan: Isiah Thomas, otro personaje también más que interesante.

En definitiva, por mucho que se critique la visión de Netflix sobre la representación o las nuevas sensibilidades, aquí tenemos un documental rodado sin tacto donde el macho alfa se impone. A pesar de que en estos ídolos lo importante son las obras, no la persona, como en los mismos artistas, que en ocasiones solo son moldes forjados a base de instinto y trabajo, títeres en los que no merece la pena profundizar.

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