Influencers zombis

En el último año he borrado a mucha gente en Instagram. Soy de los que han intentado respetar en lo posible las normas para evitar contagios y no he estado más que con unas pocas personas de forma muy puntual. Como efecto rebote, me molestan los que presumen de fiestas en sus redes sociales y prefiero no verlos. Pero esa miserable negación de la realidad me ha provocado un efecto diferente al observar a algunos influencers.

Durante los primeros meses de pandemia me sorprendió su comportamiento tan continuista con el contexto prepandémico. Por encima de todo, de los confinamientos y los muertos, seguían con los mismos códigos y modelos de negocio. Influencers de ropa, viajes, alimentación o deporte, lo mismo daba. La mayoría no se adaptaron y no se les pudo ver con una mascarilla en la mayoría de contenidos que subían, ni siquiera en los vídeos que supuestamente improvisaban en las calles. Llegué a pensar que eran zombies, porque lo que vendían había muerto, pero ellos seguían moviéndose.

¿Tiene sentido mostrar ropa de fiesta cuando sabes que no podrás ir a una celebración en al menos un año? ¿Y presumir de una marca que está cerrando tiendas y despidiendo a un tercio de sus empleados? Quizá ha sido su manera de mantener la cordura, he llegado a pensar. Pero mi incomprensión ha sido absoluta con aquellos que no llegaron a citar al coronavirus en ninguna de sus múltiples historias diarias cuando era lo único que pasaba por la cabeza del resto. Me pareció algo tan irreal que en vez de absurdo pasé a valorarlo como nostálgico, simples restos del pasado.

Pero la situación continúa. Siguen igual y se publican artículos en los que se habla de quienes van a un local solo con la intención de sacarse una fotografía y seguir aparentando originalidad, a pesar de repetir en cadena la misma instantánea.

Roland Barthes escribió en La cámara lúcida que «cuando me siento observado por el objetivo, todo cambia: me construyo en el acto de «posar», me fabrico instantáneamente otro cuerpo, me transformo por adelantado en imagen». La imagen es artificio, no la persona que vemos, pero para ellos no ha existido progreso y siguen publicando las mismas fotografías que en 2019.

Aunque debo aclarar que esto no ha ocurrido con algunas de las influencers más famosas. Un ejemplo se encuentra en el caso de la italiana Chiara Ferragni que supo darle un giro a sus publicaciones para ayudar mediante cierta reformulación. Ella en sí misma es una industria, pero llama la atención lo poco que ha sido copiada en lo filantrópico cuando siempre lo es en lo más banal. Sus fotos en Galería de los Uffizi son polémicas y han generado varios debates, pero también un ejemplo interesante. No ha existido una negativa a la tristeza o a la situación, sino un acompañamiento a sus seguidores a través de su figura y popularidad. Pero lo visto en la mayoría de influencers de Instagram ha sido el ignorar todo lo que ha supuesto el coronavirus mediante la omisión que solo es una muestra de la incoherencia que ya era latente. La prueba definitiva de que en la pose de artista que requiere toda simulación en redes sociales ha sido sustituido el arte por la mercancía. Algo que no parecía problemático hasta que hace un año nos encontramos con el primer gran evento de nuestras vidas.

Todo esto recuerda al artículo Sufrir con una sonrisa de Mark Fisher: «Ya no basta con ser explotado. La naturaleza del trabajo hoy hace que a casi todos, sin importar lo insignificante de su posición, se les exija ser vistos (sobre)invirtiendo en sus trabajos. No se nos fuerza meramente a trabajar, en el viejo sentido de emprender una actividad que no queremos realizar; no, hoy nos vemos forzados a esforzarnos como si quisieramos trabajar». No creo que exista una mejor muestra del sistema neoliberal que la brutal autoexplotación sin autocrítica que se esconde en las sonrisas sin mascarillas que he visto estos meses en Instagram, en el creerse sus propios jefes, pero carecer de la mutabilidad y libertad que debería acompañar a esa situación.

En el citado libro de Barthes habla de los cuatro imaginarios que se cruzan cuando es fotografiado. «Ante el objetivo soy a la vez: aquel que creo ser, aquel que quisiera que crean, aquel que el fotógrafo cree que soy y aquel de quien se sirve para exhibir su arte». Pero cuando el fotógrafo es uno mismo y no se tiene el arte o el instinto, solo se impone el segundo imaginario, el mostrar lo que se quiere que los demás crean que uno es. Todo el decorado tiene la función de generar una ganancia, la vida del influencer acaba por ser el envoltorio de un beneficio económico, en definitiva, un «sujeto que se siente devenir objeto».

Imagino que llamar zombis a la mayoría de influencers es una exageración. Sin embargo, todavía siguen ahí, más de un año después, tratando de vender un estilo de vida que no existe y que no volverá a ser el mismo. Vivimos tras el terremoto y seguimos sintiendo sus réplicas, sin saber si dentro de poco volverá de nuevo. Al menos nos queda el consuelo de comprobar que los zombis de la ficción que es nuestra vida son tan inofensivos.

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