Josef K, culpa y algoritmo

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Son numerosas las teorías sobre las motivaciones que llevaron a Franz Kafka a escribir El proceso. En sus diarios usa el término proceso para referirse a su relación con Felice Bauer, su futura esposa, hecho que además coincide temporalmente con el inicio de la I Guerra Mundial y sus dudas sobre si alistarse para combatir. Pero es bien sabida la obsesión del autor por lo que podría llamarse la verdad, con la ley y la justicia que conlleva, o la culpa existencial.

Elias Canetti disertó sobre la relación entre el proceso de Josef K. y su relación de pareja, Max Brod se refirió en Una visión sobre Kafka a lo profético de esta obra y la comparó con el exterminio judío en los campos de concentración y el uso de la ley por parte del nacionalsocialismo. Se sabe de la influencia de Kierkegaard y su visión del miedo como respuesta a la incertidumbre de la vida o el conocimiento de Kafka sobre las tesis de Nietzsche. En cualquier caso, la falta de una guía de lectura por parte del mismo autor abre la puerta a que volquemos nuestras propias inquietudes al mirar su novela.

En general, entendemos como kafkianas las situaciones absurdas, especialmente cuando hacen referencia a un trámite burocrático. Optamos por la visión más evidente.

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El proceso avisa en la primera línea de la detención del protagonista Josef K. e induce a una situación que nos arranca del marco coherente y seguro de nuestras vidas: la rutina que se rompe. La cocinera que le lleva el desayuno a su habitación a diario no aparece y en su lugar llaman a la puerta dos hombres a los que no conoce. Cuando dice que quiere su desayuno, uno de ellos se burla de él y se lo comenta a quien está en otra habitación, que también se ríe, sin desvelar si se trata de una persona o de varias. En pocos párrafos le avisan de que “El proceso acaba de iniciar y usted conocerá todo en el momento oportuno” (las citas son de la edición de Editorial Valdemar) y así nos mantenemos, a la espera de poder conocerlo el resto de la novela.

En la primera citación judicial Josef K. no duda en exponer sus pensamientos ante lo que le amenaza. Su propia culpa existe, pero no es ajena a un entorno que se moldea para aprovecharse de ella y en el que no tiene ninguna esperanza.

 

“(…) no hay ninguna duda de que detrás de las manifestaciones de este tribunal, en mi caso, pues, detrás de la detención y del interrogatorio de hoy, se encuentra una gran organización. Una organización que, no sólo da empleo a vigilantes corruptos, a necios supervisores y a jueces de instrucción, quienes, en el mejor de los casos, sólo muestran una modesta capacidad, sino a una judicatura de rango supremo con su numeroso séquito de ordenanzas, escribientes, gendarmes y otros ayudantes, sí, es posible, que incluso emplee verdugos, no tengo miedo de pronunciar la palabra. Y, ¿cuál es el sentido de esa organización, señores? Se dedica a detener a personas inocentes y a incoar procedimientos absurdos sin alcanzar en la mayoría de los casos, como el mío, un resultado”.

 

Esa misma culpa de la que tanto se habla es la que le empuja a deshacerse del abogado o la que en todo momento sobrevuela sus relaciones personales y marca el final de la novela con las últimas palabras “(…) como si la vergüenza debiera sobrevivirle”.

El valor de El proceso en la actualidad está lejos de atenuarse, la visión del Estado por parte del ciudadano se muestra cada vez con más capas de poder. A los reyes o gobiernos de toda la vida se han ido añadiendo más variantes. El famoso poder económico siempre ha estado ahí, pero parece que lo vemos con mayor nitidez e incluso más separado del mismo sistema de gobierno, como ente independiente que nos atemoriza con datos y medidas que apelan al funcionamiento del sistema capitalista mientras se desecha cualquier alternativa como una realidad ajena a la lógica de nuestra sociedad.

Sin poner en duda este aspecto sobre el que se ha escrito todo lo posible, me interesa más acercarme a las nuevas tendencias algorítmicas y digitales que invaden nuestra vida. Lejos de la perspectiva ludita y sin negar los beneficios más evidentes, el aspecto del desconocimiento con el que nos enfrentamos a la realidad dirigida por grandes empresas y alejadas de la utopía democrática que tanto se ha tratado de vender nos sitúa como a Josef K.

Josef K. somos nosotros en un mundo cada día más digitalizado e incomprensible por su rápido avance. Quizá este personaje, reformulado en algunos libros por Philip K. Dick, es el que mejor se ha acercado en una –no intencionada- mirada prospectiva hacia la actualidad. Observamos el ordenador con culpa, porque ahí, a la vista de software, compañías y buscadores que nos vigilan, están nuestros vicios y debilidades. Una inesperada vuelta de tuerca a la cárcel panóptica en la que situamos con gusto lo que mejor nos define.

 

Josef K. ante el mundo digital

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Hace unos meses escribí un breve desahogo sobre lo que es disfrutar de un momento de ocio sin algoritmos determinando nuestras elecciones. Es algo en lo que pienso constantemente: la realidad manipulada del mundo digital. Quizá sea porque trabajo en el sector,  por el tiempo de ocio que paso delante del ordenador o porque he leído demasiada ciencia ficción como para no estar en preaviso sobre el tema.

En La locura del solucionismo tecnológico hay un capítulo especialmente lúcido en el que Evgeny Morozov narra mediante distintos ejemplos la locura de observar con inocencia a las redes sociales. El autor bielorruso desgrana en Los peligros de la mediación algorítmica las dudas que provocan el sistema de Tendencias de Twitter, la capacidad de los blogs como agentes de cambio político o algunos detalles de Google. En definitiva, los peligros de tomar estas plataformas como la realidad objetiva.

Uno de los ejemplos que mejor aclaran su mensaje está en el uso de Mechanical Turk para manipular las opciones Autocompletar de Google. Cual práctica Black Hat SEO, cuenta cómo se ha aprovechado en alguna ocasión el uso de la herramienta de Amazon Mechanical Turk, que permite contratar a numerosísimas personas por unos céntimos para realizar funciones que las IA no pueden o que serían fácilmente rastreables, a la hora de insertar mensajes de toda clase en Google. El algoritmo del buscador toma nota de las búsquedas que realizamos y las utiliza para ofrecer posibilidades de autocompletar cuando escribimos en la pestaña de búsqueda, por eso si ponemos Pablo Casado nos aparecen opciones como master, mujer o Joaquín Reyes. Es lo que la gente busca. Como explica el Morozov, mediante la plataforma de Amazon se contrató a miles de personas de todo el planeta para que realizaran búsquedas puntuales que influyeran en este aspecto y dañasen (o mejorasen) la imagen de empresas o personas influyentes.

El autor se pregunta qué hacer cuando se es víctima de situaciones similares si la misma compañía del buscador niega que se puedan realizar estas prácticas y las pocas veces en las que se ha logrado que eliminen términos de búsqueda ha sido mediante sonados y contados juicios.

Sin ir a ejemplos tan extremos, la realidad de las redes indica que cada día mostramos más nuestra posición política y que el activismo digital está en auge. No solo el de partidos políticos, basta con ver los movimientos que apoyan avances sociales, las campañas con una función puntual o los linchamientos. Pero también tenemos el clic culpable más a mano: se multiplican las casas de apuestas que ofrecen suculentos premios por jugar una primera vez, las páginas porno muestran contenidos cada vez más violentos o firmamos campañas en Change que pueden traer problemas en algún momento.

El mensaje de que la red es libertad se ha transformado en hegemónico a pesar de que todos sabemos que no, que es mentira. La seducción nos hace sentir culpables y cuando llega, o llegue, el momento de duda, seremos conscientes de que pueden saber lo peor que se esconde en nosotros. Sea en una entrevista de trabajo, un chantaje o si, algún día, nos enfrentamos al proceso.

 

Contra el activismo

El autor inglés Tom McCarthy me tiene ganado como deconstructor de la actualidad. Tras la anecdótica publicación de Residuos en nuestro país, Pálido Fuego decidió recuperar a este autor con Satin Island. La novela protagonizada por el “antropólogo empresarial” que trata de escribir el Gran Informe sobre nuestros tiempos tiene ideas muy brillantes que se exponen con sencillez y eficacia. Es una lectura recomendable que con la historia muy avanzada muestra un giro inesperado y cuela una breve historia desasosegante.

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En las protestas contra el G8 que se vivieron en Génova en 2001 y que solemos recordar por los disturbios y la brutal actuación policial, una joven pacifista se ve emboscada por los cuerpos de seguridad. Junto a numerosos activistas es llevada al patio de una comisaría. Allí los policías van separándolos en grupos y poniéndolos en filas con distintos números de miembros. Durante horas los golpean y trasladan de un grupo a otro sin coherencia aparente. Cuando tienen a los activistas agotados y molidos a golpes, los llevan dentro de la comisaría y obligan a cantar viejas canciones fascistas. A la narradora la separan del grupo y la meten en un coche policial junto a otra joven, aparentemente alemana. Tras ser valoradas por los policías de paisano que hay en los asientos delanteros, sacan a la alemana y arrancan el vehículo. Le dicen que no mire por la ventana ni gire la cabeza. Es transportada a una casa en las afueras de la ciudad, una pequeña villa con aspecto de hotel. Acaban en una habitación que bien podría ser un dormitorio o una consulta médica. Se van los policías y un hombre de unos sesenta años enciende algunos aparatos electrónicos y tras agredirla con una picana eléctrica le obliga a hacer distintas posturas durante horas, algunas eróticas, aunque no parece existir intención sexual en todo aquello. Finalmente, todo para con la caída emocional del hombre y el derrumbe por puro agotamiento de ella. La escena acaba cuando se aleja a pie de la villa y monta en un tren para volver a casa.

En todo este acto no hay más explicación, aunque case con el tema general de la novela. Existe un pecado -activismo contra el poder-, un largo castigo consecuencia de este, primero físico y luego psicológico, y una extraña catarsis. En el imperante orden que trata de fabricar el protagonista con su Gran Informe siempre habrá situaciones que se le escapen.

Al escoger Tom McCarthy a la policía como elemento de desorden e inquietud, le otorga la posibilidad de que pensemos en una conspiración y nos pongamos en la posición de la sospecha absoluta, más al situarla en aquella cumbre cuyas imágenes todavía hoy resultan incómodas. Protestar es salirse de la norma y en todo quebrantamiento hay culpa. En esta novela, al trauma se suma el desconcierto.

 

Sin moraleja

La culpa que precede al placer de ser castigado nubla la capacidad de observar el estadio. Josef K. o la coprotagonista de Satin Island viven como nosotros, pendientes de saberse descubiertos y con la ventana a la psique abierta y dispuesta a ser manipulada.

Decir que no vemos salida posible más allá de la desconexión y el volverse hacia uno mismo y un entorno seguro queda como una visión demasiado derrotista, pero sufrir humillaciones, castigos, desorientación y pérdida de referencias es el precio a pagar en el momento que nos colocamos de forma consciente en el punto de mira. El control del entorno es imposible y nos asomamos a complejas realidades de las que desconocemos sus leyes, normas y objetivos, como mucho podemos predecir que nos transformamos en seres más moldeables de lo que desearíamos.

 

«-(…) El organismo para el que trabajamos, por lo que conozco de él, y sólo conozco los rangos más inferiores, no se dedica a buscar la culpa en la población, sino que, como está establecido en la ley, se ve atraído por la culpa y nos envía a nosotros, a los vigilantes. Eso es ley. ¿Dónde puede cometerse aquí un error?

-No conozco esa ley –dijo K.

-Pues peor para usted –dijo el vigilante».

 

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